martes, 1 de junio de 2010

MANUEL ALVAREZ DIAZ, el niño con zapatos nuevos


A finales de abril se celebró su Memorial. Como todos los años desde hace trece, militares y montañeros de toda la geografía española acudieron a Sama para recordar al Teniente Manuel Alvarez del Grupo Militar de Alta Montaña, destinado en Jaca y fallecido en las laderas del Gasherbrum I del Himalaya paquistaní. Unos días después de terminado el Memorial me reuní con la familia en su domicilio de Sama para intentar conocerle algo más a fondo. Con sus padres, hermano y tía mantuve una conversación entrañable, muchas veces salpicada por las lágrimas, de cuyo contenido paso a darles cuenta.

SU JUVENTUD Y SU BICICLETA
Había nacido su hermana cuando, teniendo catorce meses, se fue a vivir con su abuelo a Valdesoto. Allí permaneció hasta que empezó al colegio y falleció su hermana con seis años. Siendo nieto y sobrino primogénito tuvo una permanente relación con aquella casa de su abuelo y sus tíos. Su tía Marga (Titina) que además era su madrina, entre lágrimas, me cuenta que era un niño que se prestaba más a la confidencia con ella porque, al no ser su madre, era más permisiva y protectora -más alcahueta, según dice- y, ya desde entonces, mantuvo con él una relación muy estrecha. Era una persona de carácter desde niño, con las ideas claras y siempre seguro de lo que tenía que hacer. No era hablador y siempre fue muy austero. No necesitaba grandes juguetes, jugaba con las chapas de los refrescos para hacer equipos de ciclismo. Todo el día trabajaba con los cristales. Nunca tuvo caprichos salvo, siendo ya adolescente, lo que resultaba evidente: una bicicleta. Quería ser ciclista, fue siempre su asignatura pendiente. Sus padres no estaban por la labor pero se la prometieron cuando aprobase el COU, de forma que cuando lo hizo y no vio satisfecha su expectativa se fue a trabajar con los albañiles y se la compró él mismo. El día que la estrenó su felicidad era total (véase la foto). Pero tenía que estudiar y, a instancias de su padre -no por vocación-, comenzó derecho. Mientras tanto hacía deporte frenéticamente con su bici, pese a la preocupación de sus padres que temían que, por su temeridad, le fuera a ocurrir algo. Un día su abuelo le siguió en su coche mientras subía el puerto de Pajares y cuando volvió contó que no había levantado el culo del sillín hasta llegar arriba. Era pura fibra, dice su hermano. Habría llegado a ser una figura del ciclismo. Sin embargo Titina está segura de que hubiera llegado a ser figura en cualquier cosa. Su autodisciplina y su tesón eran impresionantes. El día que decidió dejar de estudiar derecho no le hubiera movido ni un ejército.

LA RADIO, CANADÁ O EL EJÉRCITO
Estaba convencido de que no servía para estar detrás de la mesa de un despacho. Su espíritu deportista y aventurero le impulsaba a otras empresas, así es que había decidido ingresar en el ejército pero temía que sus padres no se lo permitieran. Por entonces Don Eladio Miranda, director de Radio Cadena en Sama, se había fijado en él y le había ofrecido entrar en la radio, de hecho ya había aprobado algún curso al efecto (solo lo sabía Titina), de forma que era la salida que tenía prevista si sus padres no le permitían ser militar. Con lo que ganase en la radio pensaba irse a Canadá a cortar árboles. Su madre afirma que claro que iría, y cuenta que él nuca pedía dinero para nada e insiste en su austeridad, dormía en un banco del parque si era necesario. Ingresó en la Academia de Suboficiales y cuando se graduó sus padres, que habían asistido al acto militar, querían traerlo a casa pero, bajo un sol de justicia, se quedó provisto de petate en la carretera haciendo autostop para irse a escalar. Tirado en una cuneta, cuenta su madre llorando. En pocos años había hecho un curso para mando en la Unidad de Operaciones Especiales (COE), duro donde los haya, e ingresó en los Boinas Verdes. Salió Teniente en la VII Promoción de la Academia Especial Militar y terminó cursos de Buceo de Asalto, Paracaidismo y Superior de montaña, pasando a formar parte del grupo militar de Alta Montaña con sede en Jaca (Huesca). Tuvo cinco destinos distintos entre los que cabe destacar el Regimiento Príncipe nº 3 en Siero y, por supuesto, el último en Jaca y fue condecorado en dos ocasiones con la Cruz al Mérito Militar con distintivo Blanco

SU PASIÓN: LA MONTAÑA
Las primeras referencias sobre sus escaladas en los Picos de Europa son de 1979, con su ascensión al Naranjo de Bulnes por su vía Sur. Los Picos siempre representaron para él su escuela de escalada por excelencia. Tiene más de cien ascensiones, sin repetir, a cimas de más de 2.500 metros de altitud, entre ellos la travesía de los cuatro miles del Mont Blanc, el Monte Tahat (Argelia) o el Aneto. Cuenta también con más de cuarenta travesías con esquís, sin repetir, de al menos una jornada en los Picos de Europa, Candanchú o la Bonaigua. El exponente más claro de su nivel técnico viene reflejado en las más de ochenta escaladas de Alta Montaña, sin repetir, entre las que destacan varías vías del Naranjo de Bulnes o las caras norte del Cervino y del Eiger. En 1993 participó en la Expedición Internacional al Pico Chogolisa de 7.654 metros en la cordillera del Karakorum y dos años más tarde, en el Antártico, bajo unas condiciones meteorológicas adversas, asciende al monte Vinson, el más alto del continente (4.680 m.), donde un alud estuvo a punto de sepultarle.

“LO QUE ME PREOCUPA NO ES SUBIR, SINO VOLVER”
Ricardo Martínez Llorca, autor del libro “El precio de ser pájaro”, define a Manolo como “un hombre viril y algo miope, de rostro mansamente tallado con cuchillo. Luce un peinado de galán de cine de los años cincuenta…”. Sería en 1996 cuando con el Grupo Militar de Alta Montaña participa en la Expedición al Gasherbrum I en la cordillera del Karakorum del Himalaya paquistaní (las Montañas de la Luz). El grueso de la expedición tardó ocho días en alcanzar los 5.100 m. para emplazar su campo base. Con un tiempo de perros se dedicaron a fijar los campos I y II donde solo pudieron instalar 200 metros de cuerdas fijas. El pronóstico anuncia al menos veinticuatro horas de tiempo decente y deciden que ya es hora de poner pies en lo más alto. Un grupo mixto formado por el Comandante Alfonso Juez, el Teniente Manuel Alvarez y los montañeros Iñaki Otxoa y Juan Tomás emprende la marcha. “Lo que me preocupa no es subir -se le oye decir a Manolo antes de calzarse los crampones-, sino volver". En el campo I, cuando se disponen a descansar, Alfonso se pone enfermo y les dice que no podrá ponerse en marcha al día siguiente, así que deciden que sean Iñaki y Juan quienes prosigan la ascensión y ataquen la cumbre. Veinticuatro horas más tarde Alfonso se recupera y continúan hasta el campo II, al tiempo que los otros montañeros instalan el III, una pequeña tienda que apenas molesta en la inmensidad blanca de una pendiente lisa como el cristal rodeada por gigantescos muros de roca, campo al que llegan Manolo y Alfonso al día siguiente, justo cuando coronan sus compañeros. “A las once de la noche del día siguiente, serán Alfonso y Manolo los que partan del campamento III hacia la cima, relevándose a la hora de abrir huella con una compenetración muda y de metrónomo. Al amanecer pueden apagar sus linternas frontales. Un sol sin potencia les infunde confianza. A las diez de la mañana, la misma hora en que los otros dos compañeros alcanzan el campamento base tras un descenso vertiginoso, tocan el cielo de la cumbre. Desde abajo se habla con ellos. Manolo confiesa encontrarse tan contento como un niño con zapatos nuevos. En ese momento la versión más humana de la felicidad es una euforia semejante a la borrachera. Sus amigos del campamento base les indican que descansen un tanto, si el viento se lo permite, y comiencen el descenso” (sic). Inician el descenso con Manolo delante, abriendo huella, convencido de que su seguridad depende de la rapidez con que bajen cuando se levanta una ventisca endemoniada y Alfonso pierde de vista a su compañero hasta que en un claro, entre la polvareda blanca, ve a Manolo más abajo del lugar donde él calculaba que debía estar. Ha sufrido un accidente. Lo encuentra encogido en posición fetal en torno al piolet que ha clavado en la nieve a modo de seguro y se queja entre dientes de un suplicio que se agarra a sus cervicales. Tras unas horas de un insufrible descenso, Alfonso logra introducir su cuerpo en la tienda del campo III, donde le quita la ropa y los crampones, le introduce en el saco de dormir y le suministra un calmante. Inmediatamente avisa al campo base pidiendo ayuda pero el mal tiempo impide durante seis días que el grupo de rescate acuda en su ayuda. Manolo pide a Alfonso que le deje allí y descienda, lo mismo le dicen desde abajo, pero el comandante no abandona ni por un segundo a su compañero malherido. El día 17 de julio hay una leve mejoría del tiempo y se deciden a bajar mientras el grupo de rescate asciende en su ayuda. Cuando les avistaron, cuenta uno de los militares del grupo, “Manolo y Alfonso estaban rapelando y a punto de llegar a una reunión, les grité para infundirles ánimos pero creo que no me oyeron; estaría a escasos 20 metros de ellos”. En ese momento una cuerda en malas condiciones se rompe y manolo cae arrastrando a su compañero con él. Alfonso logra aferrarse pero Manolo no corre la misma suerte y yace sin vida entre la nieve.

HOMENAJES PÓSTUMOS
“Manolo era el mejor de nosotros, el más técnico, el más fuerte. Y además era una persona que respiraba tranquilidad por los cuatro costados; como compañero de cordada suyo, te sentías seguro. Si antes de ir al Gasherblum me hubieran preguntado quién de nosotros podría hacer cima, habría contestado que él sin lugar a dudas. Si me hubieran hecho escribir en un papel quién podría sufrir un accidente, a él no le habría incluido en la lista” (sic), dice el capitán Alberto Ayora en su libro “Gestión del Riesgo”. Y eso es lo mismo que piensa su familia, “con Manolo uno estaba tranquilo. Comunicaba sosiego y seguridad”. Allí mismo, donde había encontrado la muerte, sus compañeros de cordada le hicieron los honores militares y le dejaron para siempre, como él quería, en una grieta de las que pueblan el collado del Gasherblum.
Años más tarde el GMAM invitó a su esposa, Carmela, y a su hijo, Manolín, a repetir la ruta que Manolo había hecho con el Grupo en 1996. Y acompañados de una escolta militar volaron a Paquistán y visitaron todos y cada uno de los lugares donde había estado el Teniente. En Islamabad, la capital, fueron recibidos en la Embajada Española, donde se rindió homenaje a Manolo y donde luce una placa en su honor dedicada por sus compañeros de Regimiento. Visitaron la cordillera del Karakorum y, a lo lejos, desde el glaciar donde había estado el campamento base, Carmela y Manolín pudieron ver el lugar donde su esposo y padre reposa para la eternidad. Su espíritu emprendedor y aventurero permanece entre sus compañeros de montaña y militares, y entre su familia. Todos juntos le recuerdan y homenajean cada año en el Memorial que se celebra en Sama por primavera.

No debo de terminar sin antes dar mi agradecimiento a la familia de Manolo Alvarez, sus padres Santa y Manuel, su hermano Nacho y su tía Margarita (Titina), por haberme recibido en su casa y haberme documentado verbal y gráficamente acerca de su figura. De igual forma, aunque indirectamente, quiero dar las gracias al por entonces Capitán Alberto Ayora y a Ricardo Martínez Llorca, autores de los libros reseñados, por haberme apropiado de alguno de sus pasajes que me han ayudado a relatar con fidelidad la última parte de esta historia de sacrificio, tesón y coraje. Gracias a todos.

5 comentarios:

  1. Forme parte de la patrulla de la 5 P.I.P.O.E en 1995 con el Teniente Manuel Alvarez a la cabeza,
    Grande entre los grandes!!! Mi teniente!!! Nunca le olvidare, eternamente...
    Cabo Albiol, Jaca 1995

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  3. Nunca te olvidaremos, el mejor de todos.

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  4. Un gran compañero de Sección en la Academia Militar

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